Errantes son sus almas, perdidas entre las ruinas y arrastradas por la brisa que serpentea entre los abandonados burladeros de la Plaza. ¿A quién podríamos sentar en estas barreras? Tal vez a aquellas almas desesperadas, atrapadas en los recuerdos que aún susurran entre las paredes que alguna vez dieron forma a sus vidas.

 

TEXTO: Rafael Gamero *

El primer asiento del burladero es para el constructor de la plaza. Un hombre que, aunque no era originario de Benalmádena, quiso regalarle al pueblo este espacio. Su tarea no fue sencilla, no. Fue mucho más difícil que eso. A pesar de contar con el apoyo del alcalde Enrique Bolin, se encontró con un sinfín de obstáculos: enemigos que se oponían a su visión, adversarios que entorpecían cada paso con trabas políticas y administrativas. Sin embargo, al final, la plaza fue inaugurada.

El siguiente asiento pertenece a quien vio su honor marchitarse, víctima de los mismos adversarios políticos que lo hundieron en las turbulentas aguas de Gibraltar. La plaza se construyó en terrenos que antes eran propios, un lugar donde los jóvenes jugaban al fútbol y los autobuses aparcaban, especialmente cuando había corridas de toros.

Aquí se sienta el dueño del tercer asiento, el visionario que ideó el polideportivo. En su etapa como alcalde, transformó aquel espacio en unas instalaciones deportivas.
La plaza de toros quedó arrinconada sin ningún amparo, truncada por un informe fatídico: un técnico advirtió que la plaza debía cerrarse. Las reformas que exigía la ley eran inalcanzables, y el sueño se desmoronó antes de ser completado.

Pero aún queda otro asiento más en el burladero. Es la que ocupa, en sus pausas durante los errantes paseos por la plaza, quien fuera conserje y cuidador desde los tiempos del primer empresario.

A pesar de que la plaza permanece cerrada, Antonio se niega a separarse de ella. No está solo en su apego. Junto a él está su esposa, quien durante años mantuvo impecable la enfermería, donde alojaba a los mayorales en los días previos a las corridas.

No solo cuidaba de los servicios y la capilla, sino que también tenía su corazón anclado en su hijo. Después de treinta años viviendo en la casa de la plaza, un nuevo alcalde, joven y anti-taurino, decidió derribarla, con la excusa de crear un acceso al polideportivo. Bajo su mandato, desaparecieron los corrales, los chisqueros y la casa del vigilante, llevando consigo un pedazo de historia y de vida del matrimonio, jamás podrán olvidar en el cielo.

Desde los corrales aun parece que se oye una conversación de los máximos responsables que sentenciaba los derribos a acometer de inmediato.

-La Plaza no servirá de nada -comentaban- además, hemos asignado este espacio a los Arqueros de Benalmádena. Así la plaza quedará ocupada para siempre, sin toros.

Su compañero, encargado de las obras, no respondió directamente, pero dejó clara su intención:

-Lo que haremos es enviar las máquinas para derribar una buena parte de la plaza.
Lo hizo sin considerar que, al destruir parte de la estructura, la plaza perdería la posibilidad de ser declarada Bien de Interés Cultural por la Junta de Andalucía, lo que habría permitido obtener fondos para su rehabilitación.
Pero poco le importaba. Sabía que su formación no quería -ni quieren- restaurar la plaza. Nunca han aceptado la cultura taurina, esa que, en otro tiempo, tantos beneficios trajo a Benalmádena.

No sé si los asientos de un burladero son suficientes, pero es innegable que envían señales desde el más allá. Paco Rodríguez sigue presente a través de su descendencia; hace unos días, en el XII Aniversario de su fallecimiento, nació su nieta, como si el destino quisiera asegurarse de que su memoria no se desvanezca.

Desde lo alto, Enrique Bolín también deambula por los pasillos ruinosos bajo las gradas, observando cómo pasa el tiempo sin que nadie apueste por la rehabilitación de la plaza, a pesar de los beneficios que en su día trajo al municipio de Benalmádena.

Junto a él, se encuentra otro personaje político: su adversario en la alcaldía. Un anti-taurino que no descansó hasta erigir un pabellón deportivo casi encima de la Plaza de Toros, inhabilitándola para siempre.

Y en un rincón del camino, una mujer llora en soledad. Allí estaba su casa, en la misma Plaza, desde donde cada día se asomaba por la ventana para saludar y decir Adiós a su hijo que pasaba por la rotonda camino de Arroyo.

El cuarto asiento del burladero es para Antonio, desesperado ante el estado de abandono al que han sometido la plaza, ocupada por la actividad de los arqueros.

Todo esto parece una pesadilla, pero podría muy bien ser el comienzo de una historia sobrenatural, una en la que las almas del pasado claman justicia desde el olvido.

* Rafael Gamero es presidente de la Asociación Cultural Taurina de Benalmádena